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 La Perfección PDF - William Marrion Branham 

 SPN 57-0419
Y   el   adorador      teniendo     consciencia,      por   cuanto     había
cometido adulterio, por cuanto mintió, robó, la que fuera su culpa
o aún por un mal pensamiento, la sombra más mínima de lo que
fuera, él era culpable, por cuanto esa era su naturaleza. Él era una
persona culpable, tal vez no por deseo, sino que era culpable por
la naturaleza. Y él tenía que reconocer que este corderito inocente
murió en su lugar. Y él sentía pena por el animalito.

Pero   el   hombre,   tan   pronto   el   cordero   finalmente   moría,
teniendo la sangre del cordero en sus manos, salía del edificio
con el mismo deseo en su corazón que tenía al principio. ¿Por
qué? Porque la vida que había en el corderito… La vida está
en   la   sangre.   La   vida   suya   está   en   su   sangre;   sabemos   eso.
Y   la   vida   en   la   sangre   del   cordero   era   vida   animal,   por   eso
cuando      sus   pequeños      glóbulos     fueron     rotos   y  la  vida    salió
del   animal,   no   podía   regresar   sobre   el   adorador,   porque   el
adorador era un ser humano.

La   sangre   hacía   una   cubierta,   más   no   podía   expiar   para
perfección;   pues   el   hombre   dejaba   el   edificio   con   el   mismo
deseo   de   pecar,   igual   como   al   principio.   Pero,   al   hacer   esto,
él   estaba   esperando   al   futuro,   al   tiempo   en   que   vendría   un
Cordero perfecto. Y él lo hacía sobre el holocausto, por cuanto
era la única manera que conocía.

Entonces,   vean,   cuando   la   sangre   se   estaba   derramando,
y la vida salía del animal, no podía regresar al hombre; pues,
uno era animal, el otro era hombre; un animal inocente, por un
hombre culpable.

Pero   ¡oh!,   un   día   hace   unos   dos   mil   años,   el   Cordero   de
Dios bajó, nació en un pequeño pesebre en Belén, y fue guiado
como oveja a su matadero. Hace unos mil novecientos años, en
esta tarde, a las tres, Él murió. Y el Cordero de Dios sin culpa
ni   mancha,   colgó   en   la   cruz   del   Calvario   y   murió   por   todo
pecador. ¡Ahora, es cuando el adorador acude a este Cordero,
por   fe!   Y   Este   es   una   clase   de   Cordero   diferente.   No   es   un
cordero como el otro.

Ningún   hombre   puede   venir   a   este   Cordero   si   Dios   no   lo
trae primero. ¿Ven Uds. la soberanía de Dios? ¡Oh, espero que
esto penetre bien profundamente ahora! Miren. Dios sabía que
Él   tenía   ovejas   en   este   mundo.   Él   sabía   que   tendría   personas
que serían salvas, y Su amor miró más adelante y vio aquellos
que     serían    salvos;    por   tanto,    por   previo     conocimiento,       Él
predestinó   una   Iglesia   que   se   encontrará   con   Él   más   allá,   sin
mancha ni arruga. Y si Dios requirió una Iglesia sin mancha ni arruga,
Él necesitaba algo para hacerla de esa manera. Él no
podía requerir eso; Su justicia, Sus juicios no le permitían a Él
pedir tal cosa si no hubiera manera de hacerlo.

Y   el  hombre     no   puede     hacerlo    por    sí  mismo.    Él   es  un
fracaso total. Dios le permitió ver eso por medio de la ley, por
los   jueces,   y   por   todo   el   Antiguo   Testamento.   Él   envió   a   los
profetas, Él envió a hombres justos, y ellos se dieron cuenta de
que cada uno de ellos falló.

Así    que,   Dios,    por    Su    gracia    soberana,      envió,    desde
los   portales   de   la   Gloria,   a   Su   Hijo   unigénito,   para   tomar
nuestro lugar.

Recuerden,   si   Él   hubiera   dicho   que   el   papa   de   Roma   lo
hiciera,   él   no   hubiera   podido   hacerlo.   Si   hubiera   dicho   que
el   arzobispo   de   Canterbury   lo   hiciera,   él   no   hubiera   podido
hacerlo. Si él hubiera llamado al reverendo padre más santo u
obispo del mundo, no hubiera podido hacerlo. Él hubiera sido
tan rechazado como lo fue Judas Iscariote. Él no podía hacerlo,
porque él “nació en pecado, fue formado en iniquidad, vino al
mundo hablando mentiras”, y él mismo necesitado de expiación.

¡Aleluya!     Pero    vino   Uno,     de  los   portales    de   la  Gloria;
ningún   otro,   no   un   hombre,   no   un   buen   hombre,   ni   tampoco
un     judío    ni  un    gentil.    Él   era   nada     menos     que    el   Dios
Todopoderoso,         escondido      en   carne   humana.       Él  mismo     vino,
para ofrecer Su Propia Sangre, pues Ella no vino a través de
sexo. El sexo no tuvo nada que ver en el asunto. Sino que Él le
hizo sombra a una virgen, y produjo de una célula de Sangre
que Él Mismo creó, ese Ser inocente.

Por    tanto,    mi    salvación,     la   suya,    en   esta    noche,     no
depende   de   méritos   de   nuestros   propios   hechos.   Eso   depende
de   la   soberana   gracia   positiva   del   Dios   Todopoderoso   Quien
nos   escogió   en   Él.   Seguro.   Yo   nunca   podría   ser   perfecto,   ni
Ud.     podía    llegar   a  ser   perfecto;    y  nosotros     no   reclamamos
ser   perfectos.   Pero   sí   tenemos   este   consuelo,   ¡que   nuestra   fe
descansa en un Sacrificio perfecto que ya ha sido recibido!

Entonces,   ¿cómo   sabemos   que   recibimos   Eso?   Cuando   el
adorador   pone   sus   manos,   por   fe,   sobre   el   cuerpo   del   Señor
Jesús,   y   siente   el   terror   del   pecado,   y   el   escupo   en   su   propio
rostro     como     burla,    siente    los  gemidos      del   Getsemaní,       las
agonías      del  Calvario,     y  sabe    que   él  es  culpable,     y  confiesa
correctamente         sus    pecados:     “¡Oh,     Bendito     Señor,     yo    soy
culpable!      Y   no   tengo    ninguna     otra    salida   sino   que    Tú   me
ayudes.   Y   por   fe…   Tú   estás   llamando,   el   Espíritu   Santo   ha
venido   y   me   llama   a   que   venga.   Y   ahora   yo,   por   fe,   acepto   a
Jesús   como   mi   Salvador   personal”.   Esa   Vida   que   salió   de   Él
en el Calvario, llamado el Espíritu Santo, que estaba oculto en
la   célula   de   Sangre   del   Señor   Jesús,   regresa   al   adorador   y   lo
bautiza con el Espíritu Santo, en el Cuerpo de Cristo. 

Dios en Nosotros

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